UNA DE EMIGRANTES

                        GONDRA, EL BANDIDO

 

Ésta es una historia que recibí de mi tío Nicolás, que a la vez la recibió de su padre, y éste, del suyo que era Capitán de la Mercante allá por la segunda mitad del siglo diecinueve y que la oyó a un marinero de su tierra (que antes de ser marinero fue emigrante desnudo en el Río de la Plata) en una taberna de Antofagasta.

Rigoberto Portuondo, hijo de un humilde pescador allá en el Cantábrico vizcaíno. Sin oficio aprendido, pues aunque recibió apasionados y múltiples palos paternos no amó nunca las artes de la pesca; en su más profundo yo era de tierra, como las berzas y se negó tozudo como buen campesino vocacional, a distinguir amura de aleta.

Su  madre y su tío materno al que llamaban Flautas por ser asmático se compadecieron del muchacho y, a espaldas del padre, le hicieron un hatillo con algo de ropa, unas alpargatas nuevas que no debía usar más que en caso de extrema necesidad, unos cuantos talos de borona y un trozo de tocino. En el revés de la camisa le cosió su madre un billete de cinco pesetas y un pasaje a Buenos Aires que le compró el tío Flautas muy en secreto; al cuello, la madre le puso un detentebala* pensando en la mucha maldad que hay por el mundo y, a pesar de su atavismo contra el agua, cruzó el Atlántico mirando siempre a sus pies descalzos medio firmes en la cubierta de los pobres y llegó, al fin, a Buenos Aires con demediada salud, pero con alivio.

Sin embargo, por más empeño que puso, el chico no encontró acomodo en la ciudad, y después de muchas hambres y muchas calamidades y miserias, alguien le contó que buscaban pastores vascos al otro lado de los Andes, en un  país al que llamaban Chile, y en el que había tanta plata que hasta las ovejas iban limpias, imagen que a Rigoberto, ya un par o tres años más viejo y sin enviar un cuarto a casa le conmovió en lo más profundo de su alma montaraz y terrestrona.

¿Para qué mentir? Un viaje duro, terrible, siempre hacia el ocaso sin que nunca amaneciera en el abotargado ánimo de nuestro pastor en ciernes de regaladas ovejas, atravesando praderas, llanuras eternas, heladas y asfixiantes, ríos como mares, siendo comida de jejenes y sin nada para comer aparte de raíces, insectos y algún mamífero miserable que caía en sus trampas o lagarto que pillaba al despiste con un piolín gastado para el lazo corredizo; trabajando en ranchos inmensos por la comida y poco más, aprendiendo su anhelado oficio de pastor, de caballista, de peón, de mamporrero, y aprendiendo a usar la faca que ganó en no muy leal combate con un tarado que le quiso el detentebala porque le gustó el corazoncito que sale. “Para regalar a mi noviecita”, dijo unos minutos antes de morir. Y para cuando llegó a la Mar Chiquita, ya habían pasado por sus pies más de ciento y pico leguas; se podía decir que estaba hecho un hombre y, una vez plantado en Tucumán, un hombre hecho y derecho, con algo de plata, un zurrón de piel medio curtida que apestaba, con algo de comida y una faca colgada a su cintura. Ya no usaba alpargatas ni pies descalzos, sino unas botas viejas que también quitó al tarado una vez hubo éste transitado a mejor vida. Y aun le cayeron unas cuantas leguas para acercarse a Alemania, subirse hasta el Salar de Hombre Muerto y juntarse con un grupo de hombres y mujeres que, como él, iban en busca de la plata de Chile, esa gente que siempre quiere ir más allá porque no saben muy bien dónde quedarse, para buscar por aquellas nieves el puesto de Oruro; de allí unos irían a Potosí, por la plata-plata, y otros –más desconfiados del dinero fácil que aquel camino predicaba- procurarían enfilar el paso de Condur Pacheta, que lleva a Cochabamba, todos bien prevenidos –eso sí- por mor de las dificultades de los pasos y el temor de los bandoleros que infestaban aquellos desérticos parajes andinos; todos sometidos –decía la peonada de las estancias- al terrible Comandante Gondra, famoso sobre todo por no dejar testigos sino para carnaza de cóndores y demás carroñeros hambrientos.

Pero a la fuerza ahorcan, y para arriba tiró el grupo de pobretones con sus escasos enseres, sus ahorros y una menguada recua. También llevaba cada uno sus miedos que ocultaban a los demás hablando –poco- de proyectos, ilusiones, la familia allá tan lejos, pero los más callaban, y  estos pensamientos quedaban bajo boinas y sombreros, y en eso estaba Rigoberto mientras fatigaba por los repechos interminables de los Andes, pensando en su lugar natal, en los padres, en que quizá tendría que haberse hecho marinero, en la pobreza que –Dios mediante- remediaría en estas lejanas tierras una vez dejaran ventiscas y nieves y frío para bajar a los fértiles valles de leche y miel.

Y una mañana, a eso de un sol en su cénit helado, vieron el desfiladero que separaba los dos pasos.

Una vez allí dentro no pudieron por menos que ver enfrente unos jinetes que cortaban el paso; Rigoberto miró hacia atrás buscando reparo: otros jinetes les cerraban la retaguardia. ¿De dónde habían salido? El cerco se apretaba, y entonces vieron que todos iban armados de carabina, faca y pistolón; largas cananas prietas de plomo cruzaban los pechos de aquellos hombres. Se oyó una voz. Como un trueno: “¡Desmontad, carajo! ¡Todas las armas al suelo! ¡Todas, todas! Si le pillo a alguno armado de un palillo lo va a pasar mal.

Obedecieron ¿cómo no? Rigoberto miró a sus compañeros, doce hombres y cinco mujeres –niños no, a Dios gracias- temerosos que miraban entre ellos y el suelo, sin atreverse a alzar los ojos hasta aquellos armados, fieros, adustos semblantes. “Parecen muy cabreados”, se dijo Rigoberto, que se había atrevido a mirar con los ojos entrecerrados. “Hemos hecho todo este viaje de los cojones para venir a dar con unos bandidos en el desierto: qué mierda de vida”.

Los jinetes desmontaron, y con rapidez ensayada fueron hacia ellos; volvió a tronar la voz de antes: ¡Vacíense los bolsillos, carteras, relojes, joyas, dinero cosido, plata oculta: Todo! (“Y cómo joyas, pensó Rigoberto compungido”). Se dejó la carabina a la funerala, de un bolso extrajo un saquito de piel del que pinzó tabaco que lió con la otra mano. Dijo, con una sonrisa de hijoputa atravesándole las barbas veteadas: “Y de paso se me quitan también las ropas grandes y las camisas” –se dirigió a la tropa- “no queremos que se pierda sangre ¿eh, muchachos?

Reían, aquellas bestias reían, parece que con ganas antiguas, pero no dejaban de apuntarles. Rigoberto miró de hurtadillas al que parecía ser el jefe, la voz de trueno y suave acento lejano que se le enredaba en la memoria, pero otra voz interrumpió sus pensamientos: “¿Las mujeres también, comandante?” Todo eran sonrisas, sonrisitas, mejor, los muy cabrones; uno de los viajeros –los nervios quizá- también dejó escapar una sonrisa como bobalicona: Tremendos culatazos bien aplicados en el estómago y frente se la borró dejándole a cambio un rictus de dolor y un reguero de sangre sobre los ojos que ya eran de miedo. Pánico.

“¿Estas idiota, Gervasio?” –dijo el Comandante- “A las mujeres me las desnudas pagando, Gervasio. A éstas no, Gervasio. No somos salvajes; cristianos decentes somos, Gervasio.”

Lo hicieron, claro, todos se fueron quitando las prendas nerviosos, acojonados frente a los caños de las carabinas; también Rigoberto mientras el título de Comandante se le metía como un relámpago por la memoria. “Es el Comandante Gondra” –pensó- “El bandido de los Andes, el asesino de hombre, mujeres y niños. Estamos jodidos, ahora sí que estamos jodidos.” Y una vez desnudo el torso se arrodilló en tierra y, mientras se santiguaba, dijo entre dientes: “Aitaren, Semearen eta Espiritu Santuaren izenean, amen.”**

Pero el Comandante le había oído. Dijo: “Zu, jainkojale!”***; se le acercó, le levantó de un tirón del suelo, acercó la cara barbada a la suya; dijo: “Zein da zure izena? Nun arraio zauz?**** Sacó fuerzas Rigoberto no supo de dónde y miró al rostro del que le iba a matar: “Nire izena Rigoberto Portuondo naiz, jaun. Mundakako naiz, jaun.” *****Y se dispuso a morir.

“¿De Mundaca?” Dijo en castellano mirando a sus hombres que no podían entender el vascuence. “¿Y de quién eres hijo?” “De Pacho Portuondo y Juana Ibiñaga.” Contestó como pudo Rigoberto mientras el mundo empezaba a desaparecer bajo sus pies; superó una basca; el Comandante le estaba hablando, pero se había perdido algo- “¿Juana? ¿Al fin se casó con ese pelón? Joder, meapilas, Pacho siempre fue un pelón, perdona que te diga, nunca valió más que para ir a la mar por nada; pensar que yo cortejaba a tu madre, yo, Ángel Gondra, casi novio de tu madre, ya ves, y al final me vine solo para América porque la Juana estaba pegada a la tierra, hay que joderse. Y terminó casando con el memo de Pacho ¿Quién iba a decirlo?”

“Bueno”, -continuó- “somos paisanos, así que puedes elegir…”

Ahora sí que Rigoberto miró de frente, tieso como una vara ante el Comandante. “Nire aitama…,”****** –siguió en castellano sin saber por qué- “a mis padres ya los ha mentado una vez. Máteme si quiere, pero que sea la última vez que me los menta.” Y echó mano atrás, a la vaina vacía de la faca.

Potruak dakozuz, mutil…”******* –dijo Gondra, y luego:

“¡Quitadme a estos otros del medio, recoged todo y marchando, que hace un frío de cojones!”

De esta forma, Rigoberto Portuondo encontró en medio de los Andes a uno de su pueblo, salvó la vida, halló oficio lucrativo al pasar a la tropa del Comandante Gondra, y andando el tiempo, le sustituyó. Pero ésa es otra historia.

NOTAS

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Detentebala: Escapulario de afecto carlista y de diversos motivos, siendo el común un corazón (de Jesús, claro) que –dicen, pero no he comprobado- tenía la virtud de parar las balas que iban dirigidas al portante.

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En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

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Meapilas.

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¿Cómo te llamas? ¿De dónde coño eres?

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Soy Rigoberto Portuondo, señor. De Mundaca, señor.

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A mis padres…

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Sí que tienes cojones, chaval.

Emilio Barrenetxea, A Guarda. Primavera de 2775 (AUC)