DOMÉSTICOS CONFLICTOS

Desde mi más temprana adolescencia y por arcanos motivos que no he de desvelar aquí tengo un pacto de no agresión con los arthropoda chelicerata de la clase arachnida y orden aranae; en dos palabras: Las arañas.
Me gustan sus quelíceros fatales, sus pedipalpos, tan eróticos desde el punto de vista de las hembras tan ricamente insertos en el prosoma portador también de los ojos simples que aunque no les dan una vista de pájaro sí les confieren una lánguida mirada que me enternece; esa maravilla posterior llamada acertadamente opistosoma, desde cuyos mamelones parten las sedas infinitas que forman sus bellísimas, etéreas, y por ende peligrosas redes que como gotas de diamantes brillan en el rocío de la mañana, o los misteriosos senderos aéreos de sus arácnidos vuelos, producto final de unas complejísimas proteínas.
Me gusta también su carácter predador (y he de decir en este momento que éste es uno de los términos del pacto), y también su delicadeza predadora, tan lejos de la barbarie humana, que les impide groserías como la de despedazar a sus presas, oh delicadas compañeras de viaje, que son capaces de inocular venenos neurotóxicos o citotóxicos, sin ir más lejos, para después digerir tranquilamente su alimento en una estupenda digestión externa en la propia presa para absorber la papilla resultante, método ordenado, civilizado y limpio de comer, sin ruidos ordinarios ni manchas de sangre por todas partes.
Las arañas y yo tenemos una gran cosa en común: No nos gusta pero nada de nada trabajar en equipo, cosa que siempre nos ha parecido causa de agrias disputas de las cuales sólo uno o dos sacan la tajada grande; amamos arañas y yo el silencio y la quietud del acto depredatorio perfecto. He de decir en este punto que a pesar de la galante ritualización (o quizá por eso mismo) de los actos sexuales en los que el macho ofrece a la hembra una presa delicadamente envuelta en sedas, ésta termina devorando a su pareja en un arranque de amor poscoital, comportamiento éste del cual deberían tomar ejemplo algunas mujeres que abrumadas por el celoso amor de sus machos resultan agraviadas en su libertad o, item más, en su vida.
No he de hablar de los múltiples venenos usados ni de sus efectos paralizadores que subyugan como los ojos de alguna bella mujer, ni del cleptoparasitismo de algunas familias, ni mucho menos de la familia Uloboridae, arañas como de clase media que carecen de veneno, ni de la estrecha cinturilla que une el prosoma y el epistosoma, pero sí quiero hablaros de una familia: la loxosceles, las de desordenadas pero eficaces redes en los rincones de las paredes que inoculan un veneno proteolítico causante de necrosis local a veces extensible difícil de cicatrizar de la misma manera que no cicatrizan las ofensas a los poderosos, razón por la cual siempre es más ecológico cargárselos, y quiero hablar de esta familia porque es doméstica (no domestica(da): vive en casa) porque tengo un conflicto con una de ellas que es la causa de esta corta reflexión y que pertenece a las loxosceles laeta: Y es que ¡no trabaja!
Ya sé que son noctámbulas, que hacen la digestión de día mientras duermen y todo eso, pero ésta, a la que llamo Macaria, no, no y no: No hace nada, y así no son las cosas. Ni el pacto establecido entre nosotras, es decir entre mi humilde persona y las arañas, en especial con las laeta, que son como más cotidianas.
El asunto es éste: «Vosotras me quitáis del medio moscas, mosquitos y hormigas y yo no paso el plumero en vuestros rincones»; a veces hasta charlamos un poco y cosas así, pero en general, nuestra relación es saprófita y silenciosa, ya he indicado que amamos el silencio, a pesar de todo insisto a Macaria sobre su dejadez y la necesidad de producir una discreta cantidad de cadáveres.
Llevamos así un par de semanas sin resultados aparentes hasta el punto de que su rincón es centro de reunión o cita de las supuestas víctimas. «¿Qué coño comes, Macaria?» le espeto ya con desesperanza, pero ella sonríe desde sus miopes ocelos y sus atractivos palpos y sigue sin decir nada. Y adelgazando…
Lo peor, el golpe final me lo ha dado esta mañana: No estaba en su rincón, no señor; miro en el suelo angustiado, por si cayó en un ataque de debilidad o de hembra: Nada. Busco por la casa durante una eterna hora…
Al fin la encuentro tranquilamente posada sobre una edición (estupenda: hay que decirlo) de Pre-textos, 2000 de Bartleby el escribiente del señor Herman Melville. Sus ojos decían: «Preferiría no hacerlo…»

Seguía sonriendo.