ALMADRABAS

Entro en el bar con tan buena pinta; echo un vistazo general en la luz tenue; veo un sitio libre en una L de la barra: lo ocupo. A mi izquierda hay un borrachín bien vestido que parece farfullar solo o contra sí mismo; a mi derecha, una atractiva mujer bebe solitaria. Muy atractiva. Un martini ¿de vodka? La miro ligeramente, me mira ligeramente, sigue a sus cosas. No pienso, le digo con mi mejor sonrisa de chico bueno: «¿Me invitas a una copa?» Me mira de nuevo. Directamente, más despacio. «¿Qué tomas»? dice tranquilamente: su voz de soprano. «Glenrothes. Sin hielo, vaso de agua aparte».

Ni pestañea: hace una seña al camarero y pide lo mío » y otro para mí».

Me invitó a un par de ellos más blablabá esto blablabá lo otro. Le gustaba Blake y Stefano Benni -mujer de extremos- . «A mí, a veces». «¿Quién?» «Blake» ¿Y Benni? «Siempre»

«¿Tomamos la última? En mi casa.

Llevo ya algo más de tres meses allí, en su casa: Me hace de comer, me compra ropa, exterior e interior, una ropa estupenda, y no te digo los zapatos. Todo. Me saca por las noches por ahí. Copas, teatro, bailar, restaurantes… Follamos como locos infatuados. Y todo lo paga ella, sobre eso, el dinero, no me ha hecho ninguna pregunta, a veces hasta me mete algunos billetes en el bolsillo y aprovecha para acariciarme por dentro.

¿Me da vergüenza? Ni pizca.

Dicen que el dinero le da seguridad a uno. Es posible. Sin embargo hace unos meses, unos días más de los que llevo con ella me tocó la Primitiva: un millón y bastante pico, ni me acuerdo.

Y aún no he encontrado el modo de decírselo.