EL RINCÓN DE LA POLÍTICA

UN PANFLETO

Vaya por delante decir que aborrezco la llamada “poesía social”, que ni me parece poesía, ni me parece social, pero me encantan los panfletos, sobre todo si están bien escritos, y éste es uno de esos. Claro, que lo escribió Shelley en un arrebato de justificada sed de justicia; claro que va dirigido a los hombres de Inglaterra, no a los de España, que es un país de siervos desde que la plebe gritó “¡Vivan las caenas”! y acogió con las piernas abiertas a aquel borbón infame (¿hay alguno que no lo sea?) que llamándose Fernando le llamaron Deseado.
Y hasta hoy.
Otro borbón infame (¿hay alguno que no lo sea?) sigue siendo rey (¡Rey!) de este país lamentable lleno de siervos, y –bajo su manto podrido de dinero, muertes altamente sospechosas, putas y pantanos de alcohol gratis- medran una cuadra de cretinos contando sus dinerillos y creyendo que son importantes siendo como son siervos también, pero más de casa, no de los algodonales o de la miseria intelectual.
Y por encima de todos ellos, el Poder, los amos, los bwanas de verdad, ocultos en las brumas oscuras de los bastidores y en el temor homicida de que alguien les desplace.
Ya no me fijo en las cosas de los políticos, ni las de la plebe futbolera y analfabeta funcional, ni las de esa gente del buen rollito con las manitas abiertas y alzadas gimoteando por una democracia real y no violenta; esas manitas que aplauden a los perros de la pasma cuando están inactivos y se escandalizan cuando reciben un empujoncito con la porrita, como si los perros no se tirarán a sus yugulares cuando les llegue la orden, como si la esencia del poder no fuera el homicidio (cosas del pasado…).
Como casi nadie lee nada, excepto toneladas de las memeces de novela histórica, no saben que Zeus tenía dos perros flanqueando su trono: uno se llamaba Terror y el otro Violencia, según Hesíodo, y ésa es realmente la esencia del poder; el mismo poder está inflamado de miedo, y como un cáncer lo extiende y lo fomenta.
En fin, como digo, me gustan los panfletos (leed: “Un esfuerzo más, franceses, antes de llamaros revolucionarios”, del divino marqués), y por eso adjunto aquí este añoso y actualísimo texto: nada varía en el mundo, sino el aumento de la estupidez de los humanos.

¿POR QUÉ TRABAJAR?

¿Por qué trabajar, oh hijos de Inglaterra,
para los dueños que os oprimen?
¿Por qué tejer con esfuerzo y preocupación
los suntuosos mantos que llevan los tiranos?
¿Por qué pensar así, de la cuna a la tumba,
para vestir, alimentar y salvar
a esos zánganos ingratos que quisieran
beber vuestro sudor —e incluso vuestra sangre—?

El grano que sembráis y el oro que descubrís
se lo guarda otro.
Otro es quien llevará
el arma que forjáis y el vestido que tejéis.
¡Sembrad grano —y buscad oro— que no sea
para el tirano, para el impostor!
¡Tejed, pero no para el ocioso!
¡Forjad esas armas, pero para vuestra defensa!

Shelley: “Canto a los hombres de Inglaterra”

Alguien me dirá: “¿Y a ti qué se te ocurre para arreglar esto, listillo?” A mí no se me viene otra cosa que contestar: “Toda mi vida me he dedicado a vender copas: cuanto más borrachos, más bebían; de lo demás, no sé nada”.

LA MUERTE DESEADA

Escribí este cortísimo relato en medio del verano pasado. Siempre me gustó el verso que le da título: deja un leve rastro de dejación oferente, esa parte del amor que ya no le pertenece a uno sino que, saliendo de sí, rinde armas y bagajes al otro, el amor que ya no se piensa sino a sí mismo, lo que pasa es que, en este caso, el objeto de amor (o de rendición) es la misma muerte.
Quizá por eso seguido de este relato hablo de Schoenberg y de su Verclarte nacht, que es una noche de esperanza.

TU ES LA VAGUE, MOI L’ÎLE NUE *

Julia afilaba el cuchillo; el pescado exánime sobre la tabla de teflón. Afilaba y afilaba sin mirar parte alguna mientras el pescado se veía a sí mismo desde su alma elevada. Su cabeza, la de Julia, iba y venía con la hoja sobre la chaira; el alma del pescado veía un poco más lejos cada instante su resto ya opaco: había sido hembra y llenado el océano de millones de alevines. Aun oía tchas chas del filo sobre la chaira, pero Julia, absorta, no veía pescado, no veía alma de pescado, no veía mar ni alevines, sin embargo sus ojos sí reflejaban el acero intermitentes, cobrando movimiento; acerados ellos, ellos brillantes: las pupilas como motas en el universo.
Las manos de Julia pensaban, pero no en la piel del pescado; no es sus escamas otrora tan metálicas. Sinuosas.
Sinuosas eran las formas que pensaban las manos de Julia: Distantes, tibias y sinuosas; las manos pesaban la distancia; los ojos creaban lejanía. El abismo.
El abismo ardía en sus manos, en la mano que sostenía el cuchillo; que dejó el juego con la chaira y bajó a sus muslos. Y ahí quedó. Quieto. Sobre las florecillas del estampado del vestido: era la memoria, la llamada imperiosa, la ola de calor: la ola.
Los ojos del alma del pescado vieron el cuchillo en el estampado; los pliegues del cuchillo en el estampado: no vieron el calor, ni los recuerdos: era sólo alma de pescado. No vieron el leve temblor del acero entre los muslos, la pátina de los labios que llamaban, las lejanas playas que los ojos de Julia morían y morían como las frías olas en la arena tibia, la arena que subía por las piernas de Julia, que dobló las piernas de la tibia Julia hasta dejar sus ojos a la altura de los ojos del pescado cuya alma los miraba a los dos desde la lejanía de los temporales, la oscuridad y la muerte. De rodillas Julia, en la arena, ante la tibia brisa que traía el mar, que era el abismo que ardía en sus manos.
Tomó el pescado en ellas. Delicadamente lo tomó; lo acunó. El cuchillo quedó allí, en el suelo, que era la arena que rítmicamente el abismo batía, y lo miró a los ojos que el alma del pescado ya apenas veía. Y se vio. Y vio el mar y el abismo que llamaba y los millones de ovas que albergaba el mar, y los evos de memoria que pesaban dulcemente en sus párpados.
El alma del pescado escapaba y escapaba hacia el vacío que nada contiene; veía borrosa la imagen de Julia meciéndole; cuando supo que se hacía vacío en el vacío aun pudo ver cómo Julia le besó. Besó el frío de los níveos labios, y era besar la mar, la vaga espuma que la mar dejaba en sus rodillas. Pero no era suficiente.
Era necesario: Julia amaba el albor de las olas, los penachos de viento en sus crestas; de rodillas se abrazó como si abrazara al mar, y cuando se fue a abrazar se convirtió en Singapur llena de perros que aullaban: “así es la vida”, pensaron sus manos vacías. Amaba el albor, pero ya las olas rojas, pero ya la sangre, pero ya el cuchillo que había yacido, esperado en la arena, estaba en sus manos: el mar dinoflagelado.
Pero ya su vientre.

* Verso perteneciente a la canción Je t’aime… Moi non plus, de Gainsbourg.

¡MÚSICA!

VERKLARTE NACHT

Arnold Schoenberg

Escribió Schoenberg su “Noche transfigurada” en 1899, y de su escritura él mismo nos cuenta (“Cómo he evolucionado”, 1949) cómo pretendió basarse en Wagner en el tratamiento temático desarrollado a partir y por encima de una armonía de múltiples cambios, pero con una técnica brahmsiana de desarrollo por variación.
El resultado es una obra de una sonoridad con ecos románticos (o neorrománticos) escrita para seis instrumentos solistas originalmente en una primera versión, y para orquesta de cuerda en una segunda, que es como yo la escuché por primera vez en un registro me parece recordar de Philips, y en una traducción de Leew dirigiendo al Schoenber ensemble, allá por los primeros años setenta.
La obra fue denostada en su estreno por el público vienés, que la consideré excesivamente moderna, quizá por la utilización de una disonancia no repertoriada.
En España -triste país donde los haya-, ni siquiera se conocía a Schoenberg hasta bien entrado el siguiente siglo, y tan sólo aceptado por una minoría tan pequeña como entusiasta, y de todas formas, que yo sepa, la primera grabación de que se dispuso es la de 1978 para orquesta de cuerda y de la cual sólo recuerdo que por la cara B del vinilo había una grabación de un adagio de Malher, pero nada más, ni agrupación ni director.
El texto base de este opus 4 es un poema de Richard Dehmel, que transcribo seguidamente en la traducción de Gabriel Menéndez.
El doce de diciembre del pasado año, y bajo la dirección de Günter Pinchler una gran orquesta de cuerdas (veinticinco componentes) interpretó entre otras obras una versión –parece que estupenda- Verklarte nacht en la sala Sony de la Fundación Albéniz, y parece que se hizo una grabación: Que sea cierto y salga pronto al mercado. Otra grabación interesante es la que registró Virgin Classics al cuarteto Artemio, pero como casi siempre, uno se queda con la que escuchó por primera vez: cosas de la memoria.
He encontrado un vídeo en el omnipresente Youtube que es el que dejo aquí y que con todas las penurias de una no muy buena audición, no está nada mal y servirá seguro para que los que conozcan la obra, la recuerden, y los que no, la escuchen para perpetuar la frase: “siempre hay una primera vez”.
He aquí el poema:

VERKLARTE NACHT

Dos personas caminan a través de un desolado y frío bosque;
La luna los acompaña, y ellas la contemplan.
La luna se desplaza por encima de los altos robles;
Ni una nubecilla enturbia la luz celeste
Hacia la que se yerguen las negras cumbres.
La voz d una mujer habla:

Llevo un hijo dentro de mí, que no es tuyo,
Camino en pecado junto a ti.
He cometido conmigo misma un grave delito.
No creía más en la felicidad
Y, sin embargo, sentía un fuerte anhelo
De dar sentido a mi vida, de sentir la felicidad materna
Y el deber; por eso tuve la desvergüenza
De permitir estremecida que mi sexo
Fuese tomado por un hombre extraño
E incluso me sentí bendecida por ello.
Ahora la vida se ha vengado;
Ahora que te he encontrado a ti, ¡oh! A ti.

Ella camina con pasos torpes.
Ella mira hacia lo alto: la luna la acompaña.
Su mirada sombría se anega en luz.
La voz de un hombre habla:

Que el niño que has concebido
No sea una carga para tu alma.
¡Oh, mira con qué claridad resplandece el universo!
Todo está rodeado de esplendor;
Tú me empujas hacia un frío mar,
Y, sin embargo, nuestra propia calidez centellea
De ti en mí, de mí en ti.
Ella hará que el extraño niño se transfigure;
Darás a luz como si fuese mío;
Tú me has aportado el esplendor,
De mí mismo has hecho un niño.

Él la abraza por sus fuertes caderas.
Su aliento se besa en los aires.
Dos personas caminan a través de una noche sublime y clara.

Richard Dehmel

Sólo me queda dejaros el enlace:

y dejar que la música de Arnold Schoenberg os colme como a mí me colma.

Salud

TEMPESTUOSA NOCHE: UNA DE MIEDO

PÁNICO

Ser y no se surgen del mismo fondo,
y ese fondo único se llama oscuridad.
Oscurecer esa oscuridad,
he aquí la puerta de la clarividencia.

Primer libro del Tao

Allí las noches llegaban de improviso, no como en el trópico; de improviso, en cualquier momento: Así llegaban las noches en aquel lugar.
Él las esperaba temblando, siempre a punto de caer en pánico: las noches en aquel lugar no eran agradables, no las tachonaban miríadas de estrellas; no corrían las nubes bajo la luna llena; no llamaba el búho, ni el mochuelo, ni la chotacabra; a veces algo que parecía lechuza pero no, era un rumor de silencios solapados, silencios que se rozaban y llegaban a través del tímpano, como un suspiro, hasta su oído interno, su lóbulo temporal dejando un reguero helado en el cerebro.

¿Hasta cuándo la soledad?

Imaginaba cosas, cosas que subían reptando hasta las ingles, que subían reptando hasta su cuello: que apretaban y apretaban hasta acabar con el aire del mundo dejando en cambio una oscuridad que también se respiraba, se respiraba y se flotaba en ella. Entonces era cuando caía la noche e imaginaba cosas, cosas que devoraban bosques y montañas. No devoraban, fagocitaban; cosas como amebas que fagocitaban bosques y montañas mientras él huía delante de esos bosques, de esas montañas, hasta que las cosas le alcanzaban, le envolvían, le oscurecían. Entonces era cuando caía la noche e imaginaba cosas.
Siempre quieto; se movía, pero estaba quieto; huía, pero estaba quieto; moría como desgranándose, pero estaba quieto. Quieto absorbía la luz, la apresaba como un agujero negro: bebía la oscuridad, y en ella, la quietud, pero los sueños…, los sueños eran cristales rotos en su garganta; en los sueños había luz, la luz helada que apenas deja ver las sombras, que congelaba los ojos. Y ya no imaginaba nada: lo que sus ojos cristalizados veían eran los años del silencio, los años de la desidia y crimen: Los años de la vergüenza por vivir odiando la oscuridad y sin querer salir de ella. Siempre rumiando, siempre sabiendo que al final él mismo sería un sueño en el que se devoraría a sí mismo. Y ahí estaba, quieto, mientras sus labios se movían levemente, silabeando,

Lame la aurora los restos de la noche y deja
un surco de caracol frío en las durmientes sienes
Desvanece el sueño los jirones
de sueño: se nace a la muerte cuando se despierta.

moviendo gestos en la noche, buscando insistente en las tinieblas algo que justificara su miedo; cualquier soplo de brisa en las hojas de los árboles, cualquier chasquido, cualquier lamento, pero su miedo era silencio, y el silencio no le pertenecía. ¿Se estaba cayendo a trozos? ¿era el último trozo de sí mismo que caía al fin?

¡Oh, dormir bajo siglos de polvo, bajo siglos
de olvido! No despertar jamás, ni al árbol
ni a la fuente;

Pensaba, mientras su oscuridad crecía con su miedo; siempre queriendo estar en otra parte, nunca en la que estaba: amaba (si es que le era posible amar), añoraba las antípodas; ¿no quiere acaso uno ser otro?, ¿No le exige su conciencia sufrir cuando considera que su vida es demasiado fácil?, ¿no anhelaba la paz cuando sufría? “Es una extravagancia huera” le decía su oscuridad, “odias a quien te ama; amas a quien te odia”.

dormir para soñar que se duerme;
no sentir el compás de seis por ocho
de la mañana que sangra traspasada a la luz, como
sangran los ojos del pez arrancado al viento y a las nubes.

¿Cómo salir del sueño, de la oscuridad helada que le paralizaba y le devoraba (pero también que le acogía en su seno, como una madre distante, pero segura). Y ahí estaba, en la noche inesperada, aterido de un terror que volvía del pasado, o que estaba encriptado en su memoria,

¡Oh, dormir bajo todas las piedras de todas
las montañas y desiertos!

Como esas pesadillas que de la niñez pasan a la adolescencia, y como fiebres recurrentes van saltando por las edades, ya olvidado su significado, pero que al despertar oprimen con la misma angustia en medio del pecho y lo ahogan.

Soñar el sueño
del que sueña que sueña y morir todas las tardes
creyendo que esa muerte es la Muerte y no
la que arranca hilachos de memoria y los congela…

Entonces, allí, en medio de ese miedo, de esa oscuridad que él mismo producía, un haz de luz iluminó un atril; y en el atril, como un himnario de tapas oscuras esquinadas en cobre, ya oxidado, de un verde lejano. Y se acercó a él, pero no era un himnario, ni siquiera un libro: sólo las tapas y una única hoja. Leyó:

Aullamos de recuerdos; aullamos cuando amanece,
aullamos como en un ruego: sólo dormir, morir
para la muerte que amamanta en el aceite frío
de la tarde. Dormir para los ígneos bosques
de las estrellas.

Entonces era cierto: no moriría ahora, a pesar del miedo, a pesar de la prisión del sueño,

Por eso aullamos dagas de hielo
que buscan justo antes del alba amenazante
la tibia placenta de la noche.

RYUNOSUKE AKUTAGAWA

Por una serie de circunstancias que forzosamente me veo impelido a ocultar aquí, volví –después de tantos años- a encontrarme con esta frase inolvidable: “Una vaga inquietud”.
La imagen de Ryunosuke Akutagawa (1892 – 1927) en el momento de trasegar la dosis de veronal que le llevaría a la muerte plasma irónicamente la decadencia del mundo feudal japonés de que tanto escribiera: en aquel mundo nadie hubiera pensado en suicidarse de aquella forma tan deshonrosa, pero es que Akutagawa también pasó la vida decayendo desde que en 1902 muriera su madre -aquejada de algún tipo de psicosis- y fuera adoptado por su tío y atormentado por la esposa de éste, de manera que la psicosis de su madre pasó a formar parte de su vida en forma de angustia («Rashômon», «La muerte del poeta», «Basho»…) sarcasmo, crueldad y suicidio («Kappa»); no le impide esta decadencia vital ser el más grande de su época, llamada en Japón Taisho, fiel y apasionado lector de Charles Baudelaire e introductor de éste en su país…, pero me estoy dispersando.
Una vaga inquietud es la frase que dejó Akutagawa antes de morir («Bonyaritoshita fuan») , y estoy utilizando la traducción que encontré en su día y no la que no recuerdo quién propone actualmente: «Sombrío desasosiego», la cual me parece, desde mi absoluto desconocimiento del japonés, excesivamente melodramática y menos digna de inducir al suicidio, también es la frase que me llevó a la primera lectura de este autor que fue –como cabía esperar- la publicada por Borges y Bioy en el segundo volumen de «Los mejores cuentos policiales» (Madrid, 1972) con el título de «En el bosque», y a la segunda: «Kappa» (Buenos Aires, 1977), la estupenda nouvelle sobre la historia del Enfermo Nº 23 y el texto que me hizo seguidor militante en aquellos años de mi juventud, pero el primero, «En el bosque», lotró que prescindiera de toda la novela policial que había leído hasta entonces; más tarde (años más tarde) fui capaz de matizar algunas circunstancias y excepciones, porque jamás había leído una estructura narrativa tan sencilla, lógica, apasionante y sorprendente: siete versiones sobre una misma muerte, todas ciertas y falsas al mismo tiempo, ¿se puede ofrecer algo mejor a un joven de 22 años recién cumplidos?.
Ved, si no, la escueta descripción que da la madre de su hija, tan lejos de las exhaustivas descripciones de la novela europea de principios del s. XX: “¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene un cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado”. Resulta enternecedora de tan precisa con sólo dos extremos subjetivos en toda la descripción, pero si con ella no he logrado captar vuestra atención sobre Akutagawa, incluiré ésta, de la confesión de Tajumaru: “¿Qué? Matar a un hombre no es una cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras que vosotros [la Justicia, el Estado] matáis por medio del poder, del dinero, y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matáis vosotros, la sangre no corre, la víctima continua viviendo. ¡Pero no la habéis matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta, me pregunto quién es más criminal (sonrisa irónica)”. Para estos años de mi vida, yo ya era un ácrata convencido: esta frase hundió más mi piolet en la roca.
¿Qué pensaría cada uno de los declarantes cuando declaraba? ¿Qué, los que se confesaron culpables?
¿Estáis ahora intrigados? Si es así daos prisa en saltar sobre sus títulos, sobre todo sobre «Kappa». Nada he dicho sobre este texto, y no de manera casual: deseo que lo toméis como la sorpresa que para mí fue hace ya tantos años.

UN CUENTITO PARA IR A LA CAMA

Los padres mueren: es así y, seguramente se llevan con ellos un trozo de los hijos que dejaron, y normalmente (¿otro adverbio’) se lo llevan entre sus secretos, esos que jamás llegamos a desvelar, de ahí el hueco que dejan, como abismos de incertidumbre.
Quizás éste sea un relato bastante fideligno de lo que digo, lo que sucede es que en este caso el vacío que produce (como si fuera una enorme campana de Boyle) se lleva consigo la vida entera del hijo.
O así parece.

Titulé al cuentito «Un viaje» sólo porque fue en un viaje cuando sucedió, según creo.

UN VIAJE

Su memoria se despoblaba lentamente, como disponiéndose oferente, rendida a lo que a partir de ahora viniese; el coche se había detenido en un alto nada más cruzar el puente de la ría del Barqueiro; el cielo: nubes bajas, densas, sin lluvia justo en ese momento. El paisaje verde, brillando bajo el agua recién derramada se le antojó enorme y lejano; doliéndole el recuerdo, su ensueño: …I am become a name; / For always roaming with a hungry Heart / Much have I seen and known – cities of men / And manners, climates, councils, governments, / Myself not least, but honoured of them all – / And drunk delight of battle with my peers, / Far on the ringing plains of windy Troy…*, le susurraban los versos de Tennyson. “Tengo fiebre”, pensó como dormido, como inundado de niebla, pero el rápido temblor de sus párpados cerrados indicaba que estaba soñando el mismo sueño que le trajo a Ulises, pero ya no Ulises, sino su padre agonizando en esa habitación que era como toda su niñez: un cuerpo tan pequeño para tan grande lecho; el techo destilaba agua que era sangre goteando sobre la alfombra, y a pesar de que era un goteo silencioso, él podía oír amplificados los golpes de la sangre sobre la sangre; su padre agonizaba, sí; miraban sus ojos casi velados, casi muertos, a través de él: Nada importa.
Nada importa, su padre es un espejo, su imagen, vacía; su imagen, desolada, suplicante. ¿Suplicaba él, suplicaba, qué suplicaba? ¿Qué se suplica a un padre que está muriendo?, ¿el silencio?
Su cuerpo era así, granulado, arenoso, y volvía al coche que se desplazaba por la carretera caliginosa: llovía de nuevo, una lluvia mansa, vertical y plomiza: entraban en las marismas de Ortigueira. No los oía, pero veía bandadas de zarapitos, de garzas, andarríos batiendo la bajamar, los veía; pensaba que era un sueño. Ardía; el frío le hacía encogerse sobre sí mismo mientras caía en las sombras y la lluvia se hacía oscuridad, y en la oscuridad, un foco de luz, y en el foco de luz, su padre sentado en un desvencijado sillón, mirándole, y, de repente, era un gigante, o él era tan pequeño que apenas abarcaba el sillón. No sentía miedo, ¿era amor ser tan pequeño? Pero sí sentía miedo ahora que los ojos de su padre eran llamas iridiscentes que le taladraban; no, no era amor ser tan pequeño; cuando uno ama, teme por el otro; cuando teme, lo hace por sí mismo, por que no le taladre el fuego, porque el dolor sea mínimo; luz y oscuridad, amor y vacío. En la tristeza de un niño… Sólo recordaba ese verso, y lo que le llenaba de lejanía, ¿por qué culpa? ¿Nada importa? La luz importaba, y era su padre. Su padre era la luz, pero tan lejana. Y el odio. Y la pesadumbre. Y la muerte. Pero la vida, y nada, nada eran las palabras que rebotaban en los ojos de su padre, que moría. Y él con él. Sin él.
Era como una nube atroz, como un algodón vivo que lo fuera fagocitando; soñaba movimientos, pero las realidades son escamas que se imbrican, son nomófilos de cebolla, y una a una se van abriendo, desechándose solas, suicidándose hasta que aparece el centro, que no es sino nada: El coche estaba parado, el reflejo de esa realidad le dijo: Espasante. Y despierto, empapado en la fiebre recordó otros versos, pero pertenecían a un poema, seguramente del mismo sueño: «Afuera hay sol. / Yo me visto de cenizas. Por fuerza tenía que recordar más, Yo lloro debajo de mi nombre. / Yo agito pañuelos en la noche / y barcos sedientos de realidad / bailan conmigo, / Yo oculto clavos / para escarnecer a mis sueños enfermos.
Afuera hay sol. / Yo me visto de cenizas»**. Eso era, casi, pero eso era; cruzó los brazos en su pecho, aterido; la cabeza como corcho chirriante: el coche continuaba la marcha abriéndose paso por la lluvia que arreciaba, pero él ya no veía lluvia ni viento, ni la lenta carretera de Ortigueira: era lejana la bruma…, tan presente la mísera pesadumbre del remordimiento. Siempre la culpa, primero la culpa, luego todo era turbio como la muerte en los ojos de su padre, que ya no miraban sino en los sueños: le poseyó el pánico; sabía que soñaba; quiso despertar, arrancarse de la sombra que era la muerte de su padre, pero no pudo; la sombra era pez antigua y pegajosa, y lo envolvía como una nube elástica, asfixiante. También quiso gritar, pero sólo escuchó el estruendo del silencio de los ojos muertos de su padre, y supo que su sueño lloraba, siglos de lluvia lloraba, como lloraba el cielo sobre la carretera de Ortigueira sin él saberlo, porque cuando el coche llegó a su parada en la Villa, ya estaba sumido para siempre en los sueños, para siempre en el silencio.

*…Me he convertido en un nombre,
vagando siempre, con hambriento corazón;
mucho he visto y conocido –las ciudades de los hombres
y sus costumbres, climas, consejos y gobiernos,
yo mismo, no menor, honrado de todos ellos-.
Y he bebido el placer de la batalla con mis camaradas
Lejos, en las resonantes llanuras de la ventosa Troya…

Tennyson, Ulises

** Alejandra Pizarnik, La jaula (extracto). Poema perteneciente a Las aventuras perdidas, 1958

ALGORITMOS

Ésta es una apasionante conferencia de Kevin Slavin sobre el fantástico uso de los algoritmos matemáticos en nuestro mundo, sobre todo aplicados a las técnicas financieras de Wall Street. Si te paras un momento a pensar (pensar vas a tener que pensar para sacar algo en limpio de esto), acojona un poco (o un mucho).
Espero que todos sepáis qué es un algoritmo, o que aprovechéis la circunstancia para saberlo.
Como estoy enfangado en la teoría darwinista desde el punto de la filosofía de la ciencia, este asunto me trae y me lleva de capítulos posteriores a capítulos anteriores, de manera que mi acumulación de conocimientos es realmente algorítmica (es un chiste: ¡He hecho un chiste: creo que es el primero de mi vida!).
De Evolución quizá charlemos otro día: esta conferencia me ha dejado agotado.

El enlace:http://ed.ted.com/lessons/kevin-slavin-how-algorithms-shape-our-world

UN POEMA

Hay muchas soledades, aunque no tantas como a uno le podría parecer, existe la soledad del estupor ante algo inesperado y desconocido; la soledad amada, añorada y pocas veces alcanzada, lo que algunos poetas -en un exceso de ripio melodramático llaman soledad compartida; la soledad ante el dolor y la temida muerte.
Y la Soledad. de ésta habla mi poema.

LAS ERGOGRAFÍAS

Mares en los ojos, ríos
de soledad recorren nuestro cuerpo,
glaucos abismos. recónditos
secretos desde las arterias
absorben el miedo y lo almacenan
tan vecino a la memoria cotidiana
que sólo el leve roce
la sutil brisa del acaso
lo despierta engrandecido
como un desierto de horizontes infinitos,
como un desierto de círculos sin lágrimas.
Como una vejez de arena.

La soledad es el miedo que se mira
sin pausa, es el brillo del ojo
que mira al ojo.

Y lo apuñala.

UN RELATO

¿Quién puede conocer el futuro? Parece ser que nadie, afortunadamente, sin embargo se puede prever en cierta forma heurística. Decía Chomsky (¿pero quién lee a Chomsky) que el Poder, así, con mayúscula conoce al menos hace cincuenta años nuestro comportamiento ante cierto número de hechos, provocados o no, con una enorme aproximación: así nos va. ¿Pesimista? Claro. No tengo tanta información, y por eso soy pesimista, quizá, si la tuviera, podría ver algún fallo en las previsiones que el Poder maneja para convertir esto en una granja definitiva; también sabría que no hay nada que no falle tarde o temprano, lo malo es ¿cuándo?
Y así vivimos en la incertidumbre, en la falsa esperanza (todas las esperanzas son falsas: sólo los hechos funcionan para bien o para mal) de que el mundo cambie, de que podamos vivir sin que nos dañen y sin dañar. Falso, digo: nos dañarán y dañaremos creyendo que evitaremos nuestro daño.
Una persona está siempre sola al fin, y en consecuencia piensa que su destino es único.
Quizá no sea cierto.
Éste es un cortísimo relato de muerte individual si se piensa en los destinos únicos, pero la muerte nos rodea a todos, incluso a los que dicen poseer el futuro.

LOS PÁJAROS

“¿Qué será de mí?” escribió sobre el papel. Escribió, dejó caer la pluma en la mesa; se levantó; miró por la ventana: vio la ventana de enfrente del edificio de enfrente despintado del mismo color que su edificio.
Vio a Su Muerte en la ventana de enfrente.
Vio a Su Muerte mirándole; su muerte le miraba con un desdén lejano: huyó de la ventana. Se sentó; tomó la pluma; escribió: “¿Qué será de mí? Bloqueó mayúsculas; escribió: ¿QUÉ SERÁ DE MÍ?
Miró atentamente la pluma: la respuesta estaba escondida en ella. ¿Por qué no se la daba?
Pinchó con ella su mano: respuesta azul.
Azul…, pero sólo un momento. Todo se apagó, como el mar en la noche tempestuosa; sus pupilas se dilataron buscando luz, un faro en los placeles tenebrosos, una nota armónica que le mantuviera en equilibrio en un mundo sin márgenes.
Tenuemente amanecía en sus ojos cansados de asombro, un amanecer velado por calimas desgarradas, y en uno de los desgarros, la ventana, y en la ventana, Su Muerte, que estaba pero no estaba, y su pregunta al papel quedaba lejos, como anticuada. ¿Anticuada?
Temblaba, irreflexivo temblaba; querían sus dientes escaparse de los alvéolos y se golpeaban entre ellos. Decidió quedarse quieto. Quieto, no moverse, no respirar. Respirar le asustaba. Veía a su muerte jugar con sus recuerdos esparcidos por sobre la cama; tocaba Su Muerte un recuerdo y éste le dolía en la boca, en el pecho, en el estómago… Dependía del recuerdo, por lo visto. Y aunque había decidido no moverse estaba mordiéndose el canto de la mano izquierda, quizá para sujetarse los dientes que se iban; la sangre manaba dulcemente como de un hontanar: Su sabor.
Los recuerdos de Su Muerte jugando a los recuerdos le traían palabras a la pluma; escribió: “Oh sí, yo era un lobo que me comía a mí mismo, yo era un niño que devoraba lobos que me comían”.
Miraba el papel, la tinta, los insectos de tinta, pero no entendía lo que escribía. “Recordar es no saber”, pensaba. Y escribió. RECORDAR ES NO SABER. Iba haciendo frases: ya tenía tres. Prisioneras. Ya tenía tres. Y se levantó otra vez.
Y miró por la ventana. Y no estaba allí: su muerte no estaba allí, se iba, se había ido. Se llevaba al lobo. Escribió: “Soy la sombra de lo que soy”; y continuó: “mis llagas son reales, pero no siento mis llagas”. Tachó, y escribió: “Siento mis llagas, pero no recuerdo cómo me las he hecho”. Se levantó; fue al lavabo; se mojó la cara, el pelo, el cuello. Un dolor punzante entre su pecho y su cuello: no se movió. Pensó: “Soy una escolanía que canta la tristeza de ser niño: quisiera morir.” pensó, pero trastabilló hasta la mesa y escribió: ¡La vida, la vida!
El dolor como hielo, volvió; candente le atravesó el pecho: un mar aceitoso y tibio: el sueño del dolor le mecía en ese mar suavemente. Su muerte estaba allí, entre las dulces olas; le miraba, le estaba amando. Le dijo: ¡Tu vida, tu vida!
Despertó un momento como si durmiera de una vigilia; añadió la séptima frase: “Nunca hice lo que quise”. Tachó; escribió: “Nunca quise lo que hice”.
Tachó; escribió:
“Los pájaros…”