LA CAMARADERÍA

Como soy de carácter disperso, pensando en escribir una cosa aquí, he terminando fijándome en el libro autobiográfico de Sebastian Haffner titulado «Historia de un alemán» (Memorias 1914 – 1933), editado por Destino en 2003, en una traducción de Belén Santana, y lo traigo aquí porque, releyendo, me he encontrado con este capítulo (39) sobre la ‘camaradería’ (masculina, claro) que explica un montón de cosas sobre nuestro -el de los hombres- comportamiento y nuestras reacciones más primitivas y lamentables, y cuando me refiero a ‘los hombres’ a ellos me estoy refiriendo, no al género humano: no me gusta confundir términos ni la imprecisión en el lenguaje.
Es verdad que habla de los alemanes, de los nazis, sí, pero…
Leed, si os place.

«Durante el día no teníamos tiempo para pensar ni ocasión de ser «yo». La camaradería era un estado de felicidad. No cabe la menor duda: en este tipo de «campamentos» florece cierta variedad de dicha, precisamente la que genera la camaradería. Era una alegría correr juntos por el recinto cada mañana, ocupar en cueros vivos el cálido espacio bajo las duchas, repartir el contenido de los paquetes que ora éste ora aquél recibían de casa, compartir la responsabilidad de cualquier trastada, ayudarnos y apoyarnos mutuamente en miles de pequeñeces, confiar al máximo en los demás a la hora de acometer cualquier tarea diaria, organizar peleas y batallas propias de muchachos, no distinguirnos en absoluto del resto, nadar a favor de una corriente caudalosa de confianza y ruda familiaridad que nos arrastraba con suavidad y firmeza… ¿Quién puede negar que la felicidad consista en todo eso? ¿Quién puede negar que en el carácter del ser humano haya algo que prácticamente está pidiendo eso a gritos, algo a lo que en la vida diaria, apacible y civil rara vez se hace justicia?
En cualquier caso no seré yo quien lo niegue. Sin embargo, sé y afirmo con toda contundencia que precisamente esta felicidad y justo este tipo de camaradería pueden convertirse en uno de los instrumentos de deshumanización más terribles, tal y como ocurrió a manos de los nazis. Éste es su gran señuelo, su gran cebo. Los nazis han atragantado a los alemanes con el alcohol de la camaradería, cosa que ellos en parte deseaban, hasta el delirium tremens. Han convertido a todos los alemanes en camaradas y los han aficionado a esa droga desde la edad más temprana: en las juventudes Hitlerianas, las SA, el ejército del Reich, en miles de campamentos y federaciones, extirpándoles algo irreemplazable, algo que no puede ser compensado con la felicidad propia de la camaradería.
La camaradería forma parte de la guerra. Al igual que el alcohol, es una de las grandes medidas de consuelo y auxilio que toman quienes están obligados a vivir en condiciones inhumanas. Hace soportar lo insoportable. Ayuda a resistir ante la muerte, la suciedad y la miseria. Tiene un efecto embriagador. Consuela ante la pérdida que implica su mera existencia de todos los valores conquistados por varias civilizaciones. Es glorificada mediante estados de tremenda necesidad y amargos sacrificios. Allí donde se aleja de todo esto, allí donde su motivo y organización no son más que el placer y el aturdimiento, donde no representa más que un fin en sí misma, la camaradería se convierte en vicio. El hecho de que cause una felicidad momentánea no cambia nada en absoluto. La camaradería corrompe y deprava al ser humano como ningún otro alcohol u opio. Lo inhabilita para llevar una vida propia, responsable y civilizada. Sí, en realidad es todo un instrumento deshumanizador. La camaradería como forma de prostitución con la que los nazis han seducido a los alemanes ha arruinado a este pueblo más que ninguna otra cosa.
No se debe pasar por alto la trascendencia de ese punto clave en el que la camaradería ejerce su acción letal. (Lo repetiré una vez más: una droga es capaz de generar felicidad, cuerpo y alma pueden estar deseándola y, utilizada correctamente, también puede tener propiedades curativas y resultar imprescindible, lo cual no quiere decir que deje de ser droga.)
Para poder hacerse una idea de este punto crucial hay que considerar que la camaradería anula por completo el sentido de responsabilidad propia, tanto en el terreno civil, como, lo que es peor, en el religioso. Quien vive en un entorno de camaradería está exento de toda preocupación existencial, de la dureza que conlleva la lucha por la vida. En el cuartel tiene su campamento, comida y uniforme. El transcurso de la jornada está planificado hora por hora. No debe preocuparse lo más mínimo, pues ya no ha de regirse por esa máxima severa de «cada uno es responsable de sí mismo», sino por esa otra, tan generosa y flexible, del «todos para uno». Una de las mentiras más desagradables es la que sostiene que las leyes de la camaradería son más rígidas que las que imperan en el ámbito civil del individuo. Todo lo contrario: aquéllas se caracterizan por una laxitud que casi debilita y únicamente se justifican en el caso de los soldados que van a una guerra de verdad, para quienes van a morir: sólo el pathos de la muerte permite y soporta esa tremenda dispensa de responsabilidad vital. Y ya se sabe cuán incapaces son incluso los valerosos combatientes que han pasado demasiado tiempo sobre el mullido almohadón de la camaradería de adaptarse a la dureza de la sociedad civil.
Mucho peor resulta el hecho de que la camaradería exima al individuo de asumir la responsabilidad sobre sí mismo, ante Dios y ante la propia conciencia. Él hace lo que hagan los demás. No le queda alternativa. No hay tiempo de reflexionar (a menos que tenga la mala fortuna de despertarse en soledad). La voz de la conciencia es la de los camaradas y lo absolverá de todo siempre y cuando haga lo que hace el resto.

Entonces los amigos cogieron el cántaro
y, lamentándose de los tristes caminos de este mundo
y de sus duras leyes
arrojaron al muchacho.
Estaban muy juntos, pierna contra pierna
al borde del abismo
cuando lo arrojaron cerrando los ojos.
Ninguno fue más culpable que otro
y detrás arrojaron terrones de tierra
y piedras planas.

Esta cita es del escritor alemán comunista Brecht [7] y está escrita con intención positiva y elogiosa. En ésta como en tantas otras ocasiones los comunistas y los nazis comparten una misma opinión.
Si al cabo de unas pocas semanas en Jüterbog nosotros —pasantes al fin y al cabo, universitarios con una formación intelectual, futuros jueces y ciertamente no sin excepción debiluchos sin convicciones ni carácter— nos convertimos en una masa de clase inferior, irreflexiva y despreocupada, para la que afirmaciones como las referidas sobre París o los acusados de incendiar el Reichstag eran algo habitual que no obtenía réplica y sí daba muestra del nivel intelectual, fue a consecuencia de la camaradería. Pues ésta supone que el nivel intelectual queda fijado ineluctablemente en la cota más baja, en el último punto accesible a duras penas. La camaradería no admite discusión; cualquier debate vertido en una solución química de camaradería adquiere rápidamente tintes de refunfuño y maquinación, es pecado mortal. Sobre la base de la camaradería no prospera la reflexión, sino sólo el pensamiento colectivo de naturaleza más primitiva, otra vez de forma ineludible; si alguien desea escapar, se sitúa automáticamente fuera del concepto de camaradería. ¡Ay, cuando reconocí las ideas que al cabo de pocas semanas dominaban de forma irremediable y absoluta la camaradería reinante en nuestro campamento! En realidad no se trataba de las convicciones nazis oficiales… y sin embargo sí que lo eran. Eran las ideas que habían imperado entre nosotros, los niños de la Guerra Mundial durante aquellos años, la doctrina del Equipo de carreras de la Antigua Prusia y de los clubes deportivos en la época de Stresemann. Había un par de elementos específicos de la ideología nazi que no acababan de echar raíces. «Nosotros» por ejemplo no éramos unos antisemitas virulentos, pero tampoco estábamos por la labor de empeñarnos en que así fuera. Pequeñeces que a quién iban a importar. «Nosotros» formábamos un colectivo y, con toda la cobardía intelectual e hipocresía propias de una colectividad, ignorábamos o banalizábamos instintivamente todo lo que pudiese perturbar nuestra autocomplacencia de grupo… éramos un Reich en miniatura.
Llamaba la atención cómo la camaradería descomponía activamente los elementos que conforman al individuo y a una civilización. El ámbito más importante de la vida personal, aquel que no se integra tan fácilmente en la camaradería es el amor. Pues bien, la camaradería también tiene un arma contra él: el chiste obsceno. Cada noche, en la cama, después de la última ronda, se contaban estos chistes como una especie de ritual perteneciente al férreo programa de cualquier variedad de camaradería masculina. Y no puede ser más desacertada la opinión de algunos autores empeñados en interpretarlo como válvula de escape para una sexualidad insatisfecha, un placer sustitutivo y qué sé yo cuántas otras cosas. No es que estos chistes tuviesen un efecto estimulante ni lujurioso, todo lo contrario: lo que lograban era hacer del amor algo lo menos apetitoso posible, ponerlo a la altura de un fenómeno como la digestión y lo dicho: convertirlo en objeto de burla. Recitando coplas de taberna y utilizando palabras malsonantes para denominar partes del cuerpo femenino los hombres negaban haber sido tiernos y fervientes, haber estado enamorados, haberse preocupado de ser apuestos y gentiles alguna vez y haber usado palabras muy dulces para esos mismos rasgos físicos… Ellos se consideraban muy rudos y por encima de ese tipo de cursiladas civiles.
Resultaba obvio y acorde con el estilo reinante que la cortesía y los modales propios del ámbito civil fuesen presa fácil de la camaradería. Adiós a los tiempos en los que, sonrojados y torpes, hacíamos reverencias y mostrábamos nuestra buena educación en sociedad. Aquí «mierda» era una expresión normal de desagrado, «¿Qué tal, gilipollas?» un tratamiento amistoso y afable y «golpear el jamón» [8] el juego preferido. También quedaba anulada la obligación de comportarse como adultos, que lógicamente fue sustituida por el deber de hacerlo como muchachos; así, por las noches asaltábamos el pabellón vecino con «bombas de agua», escudillas llenas de líquido que arrojábamos a la cama de las víctimas… Después comenzaba una batalla con alegres ¡ohs! y ¡ahs! y chillidos y alboroto, el que no participaba no era un buen camarada. Si se acercaba la ronda, en un abrir y cerrar de ojos todos desaparecíamos bajo las sábanas entre aullidos de excitación y permanecíamos allí, simulando a ronquidos un sueño profundo. La incuestionable camaradería imponía que los atacados con tanta vileza también manifestasen su ignorancia ante los mandos superiores y prefirieran afirmar que ellos mismos habían mojado las camas. La noche siguiente habría que prepararse para hacer frente a su asalto…
Esto nos lleva ya a ciertas costumbres ancestrales, sangrientas y siniestras propias de la camaradería que no podían faltar. Todo el que pecara en contra de los camaradas, el que se distinguiese por señoritingo, quien presumiese y mostrase mayor personalidad que la permitida era víctima de un tribunal secreto y recibía castigos corporales nocturnos. Ser arrastrado hasta la bomba de agua era la medida que se tomaba para los pecados más pequeños. Sin embargo, en una ocasión, al considerar que alguien se había beneficiado a sí mismo en el reparto de las raciones de mantequilla —que, dicho sea de paso, por aquel entonces aún eran más que suficiente—, el acusado fue víctima de un terrible juicio secreto. En su ausencia se debatió tenebrosamente el procedimiento que se le iba a aplicar paso por paso; por la noche, una vez concluida la ronda, entre las camas reinaba un ambiente de ejecución, tenso y sofocante. Ni siquiera hubo auténticas risas cuando recitaron las coplas de taberna que ya formaban parte de un ritual. «Meier», retumbó de pronto la terrible voz del autoproclamado juez del tribunal secreto, «¡tenemos que hablar contigo!». Pero sin que la conversación llegara muy lejos sacaron violentamente a aquel infeliz de la cama y lo tendieron sobre una mesa. «Cada uno ha de propinar un golpe a Meier —tronó la voz del juez—, nadie podrá abstenerse». Escuché el sonido de los golpes desde fuera, pues sí que logré abstenerme de participar. Afirmé en broma que era incapaz de ver sangre y tuvieron la clemencia de asignarme la función de vigilante. La víctima se resignó a su destino. Según ciertas leyes siniestras de la camaradería, cuyo peso todos sentíamos sobre nosotros cual nubarrón, ajeno a nuestra voluntad, una denuncia habría supuesto poner su vida en verdadero peligro. De alguna manera se echó tierra sobre el asunto y al cabo de unos días el apaleado volvió a tratar con nosotros de una manera relativamente inocua, sin que su honor ni su dignidad hubiesen resultado perjudicados. Tampoco las leyes del honor y la dignidad podían hacer frente a la solución corrosiva de la «camaradería»…
Vemos que esa hermosa camaradería masculina, inofensiva y en tantas ocasiones alabada es algo en realidad bastante demoníaco que entraña un peligro inescrutable. Los nazis sabían lo que hacían cuando se la impusieron a todo un pueblo como forma de vida habitual. Y los alemanes, dado su escaso talento para disfrutar de una vida y felicidad individuales, estuvieron tan terriblemente dispuestos a aceptarla, mostraron tanta voluntad y afán de renunciar a los frutos tiernos, altos y aromáticos de una libertad peligrosa a cambio de la fruta embriagadora al alcance de su mano, exuberante y jugosa que representa una camaradería general, indiscriminada y envilecedora…
Se dice que los alemanes han sido subyugados. Es una verdad a medias. A la vez han sido objeto de algo mucho peor, para lo que todavía no hay ninguna palabra. Han sido «camaradizados». Es un estado tremendamente peligroso. Uno se encuentra bajo los efectos de un hechizo. Vive en un mundo de ensoñación y embriaguez. Se siente tan feliz en él y tan terriblemente anulado al mismo tiempo. Tan contento consigo mismo y a la vez víctima de una fealdad sin límites. Tan orgulloso y tan sumamente vil e infrahumano. Uno cree caminar entre las cumbres y se arrastra por el fango. Mientras dure el encantamiento, apenas hay antídoto contra él.»